En México la Democracia y el Estado de Derecho volaron por los aires

Víctor Manuel Martínez Bullé Goyri*

México vive tiempos difíciles para la vida democrática y el Estado de derecho; en 2018 llegó al poder Andrés Manuel López Obrador. Hay que tener en consideración que se trata del político más popular de las últimas décadas en el país, que participó como candidato en las tres últimas elecciones presidenciales (2006, 2012 y 2018); que logró ganar finalmente con una muy amplia diferencia de votos frente a sus contrincantes, y con holgadas mayorías en las cámaras de Diputados y Senadores, gracias al proceso de deterioro que ha padecido la vida pública y la política en México en los últimos años, lo que provocó un enorme cansancio en la población y desencanto con los partidos y la clase política, por lo que la sociedad fue susceptible al discurso populista que ofrecía un movimiento que ofrecía una verdadera transformación para el país.

Desde el arranque de su gobierno -e incluso antes- López Obrador inició un proceso de enfrentamiento claro y directo contra la legalidad y las instituciones democráticas, una verdadera campaña de acoso y derribo de las instituciones y normas que calificó como producto de la etapa neoliberal. Antes de tomar posesión convocó, sin ninguna base legal, a una consulta popular para suspender la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, que ya tenía un avance de obra superior al 30%. Su justificación fue que había una gran corrupción, que nunca se acreditó.

La consulta se realizó con una participación mínima y sin el más mínimo control. Finalmente, una vez en el poder suspendió la obra, con un costo de cientos de miles de millones de pesos, e inició la construcción de otro proyecto en una antigua base militar a más de cincuenta kilómetros de la capital. Concluyó la obra con un importante sobrecosto respecto de lo presupuestado y total opacidad respecto de los recursos ejercidos e inauguró un pequeño aeropuerto (en comparación con el suspendido), sin vías de acceso adecuadas y que hasta el día de hoy está subutilizado.

Después de un año en el gobierno, y a unos días de que se declarara la pandemia mundial del COVID-19, decidió desmantelar la parte del sistema de atención de la salud que daba atención a las personas sin seguridad social, el Seguro Popular; con lo que dejó a 55 millones de personas sin atención de la salud, pues el nuevo sistema al que denominó Instituto del Bienestar llevaría meses en comenzar a funcionar.[1] En conjunto con ellos desmanteló el sistema de adquisición de medicamentos, de nuevo alegando corrupción en los encargados de las adquisiciones en las empresas proveedoras, corrupción que de nuevo nunca se probó ni se fincaron responsabilidades a nadie.

Como resultado del desmantelamiento del sistema de atención de la salud se generó un enorme desabasto de medicamentos con graves consecuencias en especial para los enfermos crónicos. En esas condiciones se hizo frente a la Pandemia, con un pésimo manejo e incapacidad, que tuvo como resultado la muerte de más de 300,000 personas y terrible impacto en el desarrollo y la economía nacionales.

Las grandes obras públicas que inició (Tren Maya y Refinería de Dos Bocas) arrancaron sin proyectos ejecutivos ni cálculos presupuestales adecuados, y sin completar trámites y autorizaciones en materia de impacto ambiental o uso de suelo. El resultado lógicamente fueron enormes sobrecostos, ejercidos de nuevo con total opacidad, ya que toda la información sobre las mismas se clasificó como reservada por ser considerada de seguridad nacional.

En el desarrollo de las obras el gobierno desatendió multitud de órdenes de suspensión dictadas por el Poder Judicial, llegando a decir el presidente a afirmar en relación con las resoluciones del Poder Judicial que limitaban sus acciones: “No me vengan con que la ley es la ley”. Una frase que muestra ya no el desconocimiento del sistema jurídico por parte del jefe de Estado, lo que ya es de suma gravedad, sino su profundo desprecio al Derecho y a la división de poderes.

Lejos de la más mínima convicción democrática, el entonces presidente entendía que contar con mayorías amplias en el Poder Legislativo le permitía hacer las modificaciones jurídicas que quisiera sin limitación alguna, ni constitucional, económica, política e incluso del más elemental sentido común. Como chivo en cristalería empezó a plantear reformas basadas en ocurrencias y sin fundarse en información y diagnósticos serios, en materias tan importantes como la educativa, la energética, telecomunicaciones, etc., que resultaron en muchos casos contrarias a la Constitución a los compromisos internacionales asumidos en la suscripción de tratados, con la consecuencia esperada de que muchas de esas reformas fueron impugnadas por organismos autónomos y anuladas o suspendidas por el Poder Judicial; lo que fue entendido por el entonces presidente como una afrenta directa a su persona, con lo que inició un proceso de enfrentamiento con el Poder Judicial, al que permanentemente descalificaba señalándolo como corrupto y cómplice de sus enemigos conservadores.

El enfrentamiento entre poderes llegó a su nivel más alto cuando la Suprema Corte de Justicia hecho abajo una ley impulsada por el Ejecutivo que adscribía formalmente al Ejército la Guardia Nacional, con lo que sacaba del ámbito de la autoridad civil a la seguridad pública y la colocaba bajo el control de las fuerzas armadas. El tema es especialmente relevante, pues la seguridad pública es el problema y preocupación principal de toda la sociedad en el país, pues fue una de las promesas de campaña más importantes del gobierno, que ofreció cambiar la estrategia de lucha contra la delincuencia organizada, centrándose no en el enfrentamiento sino en la atención de las causas. A esto hay que agregar que al inicio de su gobierno desmanteló la policía federal para crear en su lugar la Guardia Nacional.

El planteamiento era atractivo, pero el resultado fue pésimo; se dejó de perseguir a la delincuencia organizada, que se fortaleció en varias regiones del país que quedaron bajo su control y extendieron sus actividades a otros campos. El número de homicidios creció a niveles escandalosos, con un promedio de 80 homicidios diarios. Al fundar la estrategia de seguridad pública en la participación del Ejército, se descuidó a las policías estatales y municipales, lo que agravó la percepción de inseguridad en la población, que en algunas ciudades es mayor al 80%.

El 5 de febrero de este año, esperando que las elecciones de junio les permitieran alcanzar las mayorías suficientes para reformar libremente la Constitución, el presidente presentó un paquete de 18 reformas constitucionales, implicando 53 artículos de los 136 que tiene la Constitución mexicana. Lo planeado era que las reformas se realizaran una vez que tomaran posesión tanto el nuevo gobierno como los nuevos legisladores. Las elecciones dieron al partido en el gobierno una amplia mayoría en la elección del Ejecutivo y en el Legislativo que, en virtud de disposiciones electorales que premian con sobrerrepresentación al partido mayoritario, logró mayorías calificadas suficientes para reformar la Constitución.

Siguiendo lo proyectado, en el mes de septiembre se realizaron seis de las reformas previstas con grandes prisas y mediante procesos realizados con un gran desaseo, con claras violaciones al proceso legislativo ya que no se permitió la realización de debates parlamentarios de fondo y el grupo en el poder impuso sus mayorías para aprobar las reformas.

De esas reformas hay cuatro especialmente graves por el impacto que van a tener para la vigencia del Estado de derecho, para la vida democrática, para la vigencia de los derechos humanos y para el desarrollo del país. Nos referimos a las reformas en materia judicial, electoral, de seguridad pública y en materia energética.

Sin duda la más relevante de todas es la reforma judicial, pues representa no la transformación sino la destrucción del Poder Judicial tanto a nivel federal como estatal, para sustituirlo por una nueva estructura en la que bajo la justificación de democratizar al Poder Judicial se pretende renovar a todos los jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte mediante procesos electorales.

Más allá de que el diseño de la reforma está orientado a que la inmensa mayoría de los juzgadores que serán elegidos sean afines al grupo político en el gobierno, lo que ya en sí es muy grave, lo más grave es la destrucción de un sistema y una estructura de administración de justicia que costo 40 años desarrollar después de la profunda reforma de 1984, que entre otras cosas creó el Consejo de la Judicatura y la carrera judicial, en la que hoy día se han formado todos los juzgadores federales.

En México tenemos, a nivel federal, 11 ministros de la Suprema Corte, 910 magistrados de circuito y 737 jueces de distrito. La reforma aprobada prevé que la mitad de ellos sean elegidos en el próximo año y la otra mitad en 2027, por lo que quienes ocupan esas plazas cesarían en sus funciones. El proceso ya se inició y para decidir quienes terminarán sus funciones el próximo año se realizó un sorteo en el pleno del Senado, sin tomar en consideración ningún aspecto relacionado con la carrera profesional de cada uno de ellos, como podría ser antigüedad, nivel de formación académica, especialización, expediente personal, etc. Sólo la suerte decidió sobre la carrera profesional de más 800 jueces y magistrados.

El procedimiento evidentemente es violatorio de los derechos de jueces y magistrados, la inmensa mayoría de ellos profesionistas experimentados con amplia formación y años de trayectoria en la judicatura, que si quieren continuar ejerciendo en ella deberán registrarse para participar en el proceso electoral que se celebrará el próximo año, sin ninguna garantía de que siquiera pasarán los filtros de selección que se tienen previstos para finalmente aparecer en la boleta electoral.

Un aspecto importante para considerar es la enorme dificultad logística para organizar dicho proceso electoral, cosa que no está claramente prevista en la reforma y que quienes la impulsaron ni siquiera lo tomaron en consideración. Pues no se sabe aún siquiera si se organizarán las elecciones por distritos judiciales o por distritos electorales, que no son coincidentes, ni cuántos candidatos habría por boleta electoral; menos aún se sabe si se elegirán los juzgadores por áreas de especialización, pues en ese caso habría más de veinte boletas y urnas. A estos problemas hay que añadir que procesos similares habrán de realizarse en las 32 entidades federativas para la elección de los juzgadores locales.

Desde que se presentó la iniciativa en febrero pasado, especialistas de distintos ámbitos e instituciones nacionales e internacionales, señalaron el despropósito que significaba la propuesta de reforma y el daño que haría a la administración de justicia, a la certeza jurídica, al Estado de derecho y a la vigencia de los derechos humanos. El argumento del gobierno y de los legisladores que la aprobaron se centró en decir que se trata de la voluntad del pueblo.

Esta así en camino la destrucción de la administración de justicia, con todo lo que esto significa; pero todavía peor, ya inició el proceso de reforma para eliminar los contrapesos al poder que significan los organismos autónomos; proceso que seguramente concluirá antes de que termine este mes; terminando con los siguientes organismos: Comisión Federal de Competencia Económica, Instituto Federal de Telecomunicaciones, Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, Comisión Reguladora de Energía, Comisión Nacional de Hidrocarburos y la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación.

[1] En realidad, el sistema nunca funcionó y cuatro años después lo sustituyó por otro, que apenas empieza a organizarse.

*Víctor Manuel Martínez Bullé Goyri*

Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.