Reconcentración en torno a Imperios

Carlos Blanco*

Uno de los fenómenos más llamativos de nuestro tiempo es la reconcentración de la influencia geopolítica en torno a bloques que guardan estrecha relación con antiguos imperios. Lo que parecía haberse extinguido tras la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del bloque socialista, ha recobrado fuerza en el actual mapa internacional. Por un lado, tenemos a Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y países de su órbita como Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur y –aun problemáticamente—Japón. No cabe duda de que a este bloque pertenecen algunas de las principales economías del planeta, no sólo en términos de producto interior bruto, sino también de innovación, medida, fundamentalmente, en el número y en la calidad de las patentes registradas. En el polo opuesto brilla China, que cada vez atrae un mayor número de satélites, naturales o adventicios, como por ejemplo múltiples naciones africanas que se están beneficiando de las copiosas inversiones que el gigante asiático ha desplegado en este continente. Países como Etiopía, Camerún, Sudáfrica y Costa de Marfil constituyen claros ejemplos de esta tendencia. Es evidente que estas inversiones no son gratuitas. La deuda que estos países acumulan frente a China no para de crecer. Aun así, el número de infraestructuras es notable, y las recientes expulsiones de fuerzas francesas en el Sahel y en el África central no hace sino poner de relieve un reemplazo nítido de la hegemonía en África. Rusia, por su parte, el país más grande del mundo, aunque no destaque en ningún indicador (ni por PIB ni por número de patentes) más allá de los estrictamente territoriales y militares, parece dispuesta a reclamar su posición de cuarta gran fuerza imperial, junto con Estados Unidos, la Unión Europea y China. Además de regiones naturalmente cercanas a ella, como las repúblicas de Asia central, su esfera de influencia se ha incrementado significativamente en África y América Latina. En este sentido, acompaña a China a la hora de expandir sus redes más allá de Asia. La invasión de Ucrania, que sin duda la ha debilitado, no se traduce, sin embargo, en una renuncia a esta centralidad en el plano geopolítico.

Hasta bien entrado el siglo XVIII no es osado afirmar que China, el Imperio del Centro, fue la gran potencia del mundo. Remota y desconocida, envuelta en un halo de misterio para los occidentales, la larga y brillante dinastía Ming, seguida por la dinastía Qing, de origen manchú, consolidó un Estado fuertemente centralista que trajo paz y prosperidad a sus habitantes. Este proceso se remonta a grandes dinastías precedentes como la Song, la Tang y la Han. Una sociedad profundamente jerárquica, piramidal, de hecho, fue capaz de innovar de manera significativa en numerosos ámbitos. El país más poblado de la tierra no parecía tener ambiciones imperiales más allá de sus fronteras. Bastante tenía con gobernar tan inmensa nación. Esta política de “esclavitud dentro, libertad fuera”, en el sentido de que los súbditos del emperador no disfrutaron de las libertades civiles y del pluralismo político que empezaban a emerger en Europa en el siglo XVIII, contrasta con el colonialismo europeo en África, América y Asia. Las derrotas sufridas ante los británicos durante las guerras del opio supusieron una terrible humillación para la que había sido una de las mayores potencias de la historia, y no es exagerado sostener que la obsesión de los actuales dirigentes chinos no es sólo desarrollar el país y convertirlo en la primera economía del globo, sino también resarcirse del fatídico siglo XIX. China se alza hoy como uno de los países punteros en innovación tecnológica, por ejemplo, en el terreno de la inteligencia artificial. Aunque sea el país con mayor número de patentes, está claro que su calidad no es todavía equiparable a la de las estadounidenses y europeas, pero no es descartable que en breve alcancen el nivel de los occidentales. Lo que quizá fue impulsado en sus inicios por prácticas poco éticas, como el espionaje industrial, hoy parece haber conquistado una velocidad de crucero que despierta temor en otras partes del mundo.

En el siglo pasado el célebre politólogo estadounidense Samuel Huntington habló de un inexorable “choque de civilizaciones”. Amparado en criterios como la religión, la lengua y la historia cultural, llegó a distinguir ocho civilizaciones (occidental, latinoamericana, eslava, islámica, confuciana, japonesa, hindú y africana). Aunque el número es cuestionable, y seguramente otros estudiosos unifiquen o disgreguen estas civilizaciones, parece indiscutible que hoy asistimos a una reconcentración del poder político, económico y cultural en torno a ejes clásicos: el occidental (y aquí me permito separar a Europa occidental de Estados Unidos; aunque muchos acusen a la Unión Europea de seguidismo de los norteamericanos, por estructura y cultura políticas, por geografía, por cercanía a otras regiones…, no es inmediatamente subsumible), el ruso-eslavo y el chino. La proximidad entre los dos últimos no tiene por qué ser coyuntural, sino que quizá esté destinada a afianzarse, pero resulta innegable que se trata de dos ejes geopolíticos, religiosos, culturales y económicos distintos, que en el presente han estrechado lazos, hasta el punto de suscribir una alianza por contar con un enemigo común: Occidente.

Las restantes civilizaciones de Huntington oscilan entre estos grandes ejes. Su fidelidad no está garantizada. Ni siquiera Japón, tradicional aliado de Occidente desde su derrota en la II Guerra Mundial, puede correr el riesgo de comprometerse completamente con los occidentales. Es una potencia oriental, obligada a convivir con Rusia y China, con quienes ha mantenido importantes enfrentamientos bélicos. En lo que respecta a Latinoamérica, el tejido de sus alianzas es muy complejo, sobre todo porque algunos países están claramente insertados en el bloque sino-ruso, mientras que otros varían según quién ostente el poder político. África, sin embargo, parece inclinada de manera inequívoca hacia el eje sino-ruso, mientras que la India reclama su propio lugar, su propia centralidad, su propia condición de gran centro cultural y geopolítico. No olvidemos que hasta la caída del Imperio mogol era uno de los países más grandes, ricos y poderosos del mundo, y que, en la época dorada de la India, durante el período Gupta, protagonizó innovaciones matemáticas, científicas y tecnológicas fundamentales, como la invención del número cero y del sistema decimal. El núcleo cultural que presenta mayores problemas de análisis es el islámico. Padeció el colonialismo occidental (y, siglos antes, fue potencia colonial en todo el Mediterráneo oriental, en los Balcanes, en la costa norteafricana, en numerosos enclaves del África subsahariana, en Asia central y en la India) y arrastra problemas de consolidación democrática que no parecen resolubles a medio plazo. Si añadimos el conflicto palestino, el choque con un Occidente más cercano a Israel no hace sino complicar aún más el escenario geopolítico. Por tanto, y aunque sea una tesis provisional, no es atrevido defender que en términos generales (y con relevantes excepciones, como Marruecos) el mundo islámico está más cerca del bloque sino-ruso que del occidental. Los países del Golfo dependen económicamente de las compras de gas y petróleo que realizamos los occidentales, pero en muchos aspectos manifiestan clara sintonía con el otro bloque.

Es una constante en la historia que la hegemonía ha sido disputada simultáneamente por varias potencias. En el Occidente clásico, Cartago y Roma no dejaron de luchar por la supremacía sobre el Mediterráneo; en la Edad Media, primero el Sacro Imperio frente al Papado y luego, con el desarrollo de la Edad Moderna, Estados nacionales como Francia frente a otras potencias, como la Monarquía Hispánica de los Habsburgo. Durante la Edad Media en el Próximo Oriente, el califato abasí se enfrentó al Imperio bizantino, y a lo largo de casi tres siglos se produjo un cierto equilibrio geopolítico entre los herederos del Imperio romano de Oriente y los califas de Bagdad, roto por la irrupción de las Cruzadas. Aunque en ocasiones una de las potencias se imponga sobre la otra, e incluso llegue a destruirla (como sucedió con Cartago), siempre surgen nuevos rivales. Los romanos combatieron a los partos sin nunca alcanzar una victoria decisiva; de hecho, no fueron pocas las ocasiones en que los persas los derrotaron. Las tres grandes talasocracias que ha conocido la humanidad, España, Gran Bretaña y Estados Unidos, contaron con poderosos rivales.

El tiempo de predominio incontestable de Estados Unidos ha acabado. Ten dremos que coexistir con cuatro grandes “ejes imperiales”: Estados Unidos, Unión Europea, Rusia y China. Los dos primeros son democráticos; los dos segundos no (aunque uno lo sea nominalmente, la democracia no consiste sólo en celebrar elecciones, sino en respetar derechos individuales y separación de poderes). La cuestión clave es cómo expandir el espíritu de la democracia a los otros dos grandes ejes imperiales que se han constituido, y que en realidad recuperan lo que ya existió durante siglos (en el caso de Rusia, al menos desde Iván el Terrible, que expulsó a los tártaros, y sobre todo con la dinastía Románov y sus conquistas territoriales en Asia). Puede parecer utópico confiar en el sistema de Naciones Unidas para ejercer de árbitro entre estos ejes tan poderosos, pero uno no puede perder la esperanza en que el progreso tecnológico y social se traduzca también en una difusión de los grandes principios de la legalidad internacional y del respeto a las libertades individuales. La tríada libertad, democracia y prosperidad ha traído a Occidente décadas de paz, desarrollo y bienestar como nadie había conocido. Es cierto que los occidentales hemos practicado con frecuencia una política de “libertad dentro, esclavitud fuera”, y que el colonialismo y las guerras más allá de nuestro territorio revelan nuestra imperdonable hipocresía a la hora de tratar con otras naciones que no pertenecen a nuestra órbita cultural. Sin embargo, los recelos pasados no pueden dominar el presente y el futuro. Cada generación tiene el derecho y el deber de encontrar su propio horizonte y de allanar su propio camino. La humanidad no puede exigir uniformidad, sino diversidad en la unidad, pluralidad sobre la base de unos principios que respeten esa misma humanidad en cada uno de sus miembros. En mi opinión, la democracia es un valor y una praxis irrenunciables para respetar la dignidad humana, nuestra libertad y nuestro derecho a ser lo que decidamos ser. Aun así, dentro del espíritu democrático caben diversas formas de concebir el mundo y la humanidad, que reclaman tolerancia. Puede entonces hablarse de un humanismo pluralista, que integre diversas nociones de lo humano en torno a un fundamento común, en torno a una ética universal.

El observador crítico alegará que el conflicto entre los grandes ejes imperiales a los que me he referido es ineludible a la luz de la historia. Acepto que surgirán conflictos parciales, porque la paz perpetua es una utopía, a la que debemos tender, pero cuyo ideal ignora la naturaleza de las relaciones humanas. Sin embargo, no acepto que esos conflictos tengan por qué trascender cuestiones puntuales, como disputas arancelarias, para desembocar en una contienda de grandes dimensiones. La guerra puede y debe evitarse. Que la hegemonía se divida entre tres, cuatro o más ejes imperiales no implica una condena al enfrentamiento a gran escala. En los últimos años se ha impuesto una lógica de la guerra (Afganistán, Irak, Ucrania, Gaza…), el triunfo de la fuerza sobre la razón. Todos nuestros esfuerzos deben encaminarse a la consecución de la paz y del imperio de la ley. Fortalecer opiniones públicas críticas, sobre todo en Rusia y China, así como usar los medios que la tecnología nos proporciona para difundir los crímenes de todas las potencias y para expandir ideas democráticas es una necesidad. Todo ser humano merece ser libre y vivir en un mundo en paz, con garantías democráticas. La inteligencia humana, que nos ha permitido llegar al espacio y desentrañar los secretos del mundo material, es nuestra mejor herramienta para organizarnos sabia y justamente. Afianzar instituciones internacionales como Naciones Unidas, la Corte Penal Internacional y los distintos órganos de arbitraje y de intercambio que existen, a escala global y regional, es el mejor modo de contribuir a esa búsqueda de la paz, la libertad y la democracia.

*Carlos Blanco
Profesor en la Universidad Pontificia Comillas